Con la cabeza abierta

No recuerdo cuándo fue, solo que había una luz increíble, que el Sol calentaba. No recuerdo si era invierno o verano, solo que el calor que me recorrió el cuerpo, al verla abrir la puerta del portal, ha acompañado a mi pecho desde entonces.

También me cuesta recordar en qué año fue, por dónde vivíamos, por lo mucho que cambiábamos de casa durante mi infancia, creo que era 2001 o 2002, porque yo por esas fechas tenía unos 9 o 10 años, porque era aquella época de mi infancia en la que Edu y yo éramos inseparables.

Y por eso, no recuerdo si era invierno o verano, no recuerdo qué año era, pero sí recuerdo que eran las cinco de la tarde. Y así, sabiendo que eran las cinco de la tarde y que el Sol calentaba, creo que fue una tarde a principios o finales de verano, cuando yo comprendí que hay hombres que odian a las mujeres.

Sé que eran las cinco de la tarde porque Edu me picaba en el telefonillo prácticamente todas las tardes a la misma hora, a no ser que hubiésemos quedado en otra cosa al cruzarnos en el patio o en el autobús escolar de vuelta a casa. Era maravilloso cuando quedabas, a una hora y en un lugar, y la gente acudía puntual sin excusarse por WhatsApp, ni dejarte en visto ¿No creéis?

Eran las cinco de la tarde, minuto arriba, minuto abajo, cuando me sonó el telefonillo, al grito de «Es Edu, me bajo, a las 7 subimos» ni descolgué. Salté de mi cama a la puerta de la calle, me dirigí escaleras abajo sin atender el telefonillo. Y mientras salía por la puerta, volvió a sonar, y mientras sonaba y yo asomaba por la escalera enfilando los escalones de dos en dos, sin entender los timbrazos, ¿por qué insistía si solo tenía que picar para que bajara? Con la puerta de la calle cerrada el telefonillo seguía sonando. Yo bajaba los escalones de dos en dos y, supongo, mi madre se dirigió a atenderlo, y entonces, a tres escalones del portal se abrió la puerta. Y me cegó la luz del Sol porque yo siempre bajaba las escaleras en penumbra.

Y entonces una parte de mí volvió a crecer de repente, sin respetar lo que da de sí la piel y los huesos. Aquel día, mi realidad cambió para siempre, pero como las estrías, que no se ven a simple vista el mismo día que pegas el estirón, yo me he dado cuenta de lo mucho que significaron aquellas escenas, algún tiempo después.

Aquella mujer, goteando sangre, en el portal de mi casa, con la cabeza abierta, la ropa empapada, el labio partido, los ojos, azules, como platos, una toalla en la mano intentando parar la hemorragia.

Aquella mujer, rubia, pelo corto, no mucho más alta que yo, que era una niña de 9 o 10 años, aquella mujer era la pareja del mejor amigo de mi madre.

Habíamos comido con ellos, mi familia y la suya, un día o dos antes. Y entonces estaba ella allí, en mi casa con la cabeza abierta. Entre sollozos, me miró, atónita. Nunca sabré la cara que puse yo, pero quizá era la primera vez en mi vida que veía a una persona querida, cercana, con la cabeza abierta.

Subí los escalones casi sin tocarlos, de puntillas, a saltos, perpleja, gritando, mi madre en la puerta de casa, horrorizada. Quizá a ella también le vinieron recuerdos de una vida pasada, yo aún no era consciente de cómo se pueden llegar a unir los puntos. De que no son casos aislados. Que hay hombres que odian a las mujeres, y que nosotras, tres mujeres, entre el rellano y el portal, ya habíamos conocido al menos a dos.

Que hoy parece fácil unir los puntos, hacer maletas y pegar portazos, pero hace menos de veinte años, de esto no se hablaba.

Y aquella mujer, subía torpe los escalones, abrazando la barandilla, dejando huellas de aquel infierno que llevaba por dentro, de aquel fuego que le quemaba la espalda, del Sol que me había cegado, del calor que me dejó para siempre en el pecho.

En casa nos contó que había discutido con él, que le había pegado, como casi siempre, pero que esta vez le había lanzado la plancha, que con la plancha rota le pegó de nuevo en la cabeza. Que cayó al suelo y supuso, se quedó unos minutos o más, inconsciente, que cuando recobró el sentido, él ya no estaba. Que salió a la calle y pidió un taxi hasta nuestra casa ya que éramos las únicas personas a las que acudir, porque allí ella solo le conocía a él.

Allí se quedó aquella mujer con mi madre, a las escaleras bajé yo con la fregona, y entonces picó Edu. A través del portal, sin abrir, le grité que estaba fregando porque al bajar la basura se me había roto la bolsa, pero que ya estaba, que tiraba el agua y salía. Que me esperase, ahí mismo, o me dijera si nos veíamos en la Plaza o en el Puerto. Y antes de ir al Puerto, fui a la parada de taxi a pagarle al conductor, no recuerdo que referencia le di para que identificara la cuenta, no hizo preguntas.

Con los años, yo sí me preguntaba porqué aquella mujer no llamó a la policía, no llamó a una ambulancia, o porqué ningún vecino se alertó con los gritos. Con los años, me enfado con el taxista, que recogió a una mujer con la cabeza abierta y no la llevó ni a una comisaría ni al hospital, la dejó en el portal y esperó a que le pagáramos la carrera.

Con los años también me indigno conmigo misma, porque no recuerdo ni qué año era, ni cuándo era, solo la hora aproximada, no recuerdo ni cómo se llamaba ella, ni cómo se llamaban las otras tres mujeres a las que aquel hombre les abrió la cabeza y yo la puerta de mi casa. Aquellas otras tres mujeres con las que hacíamos comidas familiares y a los días me las cruzaba por el pueblo disimulando un ojo morado.

Recuerdo a otra, morena y pálida, que quiso enseñarme su idioma, que me hablaba del frío de su ciudad y me enseñó a escribir mi nombre en Cirilo.

Aquellas mujeres que venían de otras provincias, de otros países, que no tenían trabajo, ni profesión, que no tenían amigos ni conocidos en aquel pueblo, que estaban encerradas con aquel hombre que odiaba a las mujeres.

Con aquel hombre que me enseñaba a jugar al billar y a la diana, aquel amigo de mi madre que me regaló unos guantes de boxeo y quiso que aprendiera a defenderme. Aquel hombre bueno que decía no tener suerte con las mujeres.


Y recuerdo que alguna vez tuvimos que ir a llevarle ropa, a lo que allí, en aquel pueblo, se llamaba el cuartelillo de la Guardia Civil.

Pero sí hay algo que recuerdo bien, y es a la última mujer, después de haber oído desde que tenía 9 o 10 años a distintas mujeres relatando la misma historia con el mismo protagonista, aquel verano de 2005, hubo una que fue la última, porque tuvo una Ley Integral contra la Violencia de Género que la pudo proteger, a ella, y a las que no llegaron más, para que ella fuera la última que llegase a mi portal con la cabeza abierta.

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